miércoles, 5 de octubre de 2016

El mate del abuelo

Cuando ahora trato de reproducir las situaciones y las circunstancias relacionadas con el amor y respeto, llevo grabadas en mi mente la imagen de mi abuelo. Durante mi infancia pasaba en la casa de él las vacaciones de invierno de la escuela, ubicada en una región bellísima donde los árboles suspiraban y el arroyo cristalino se deslizaba cantando por entre las orillas cubiertas de flores.
La casa de mi abuelo emplazada frente a ese arroyo, ya ante mis ojos de doce años era realmente pintoresca. Era una pequeña morada de muros de ladrillos con techo de tejas coloniales, con un amplio huerto cultivado por mi abuelo con sus propias manos, donde había todo tipo de verduras y hortalizas que nos servían de sustento. Mi abuelo comulgaba la filosofía del amor al prójimo, al trabajo y a la vida.
La fragancia de las plantas y las flores, el canto de los pájaros y como fondo el hermoso murmullo del circular de las aguas del arroyo, se mezclan ahora con las vivencias de mi niñez. En mi mente aparece la figura apacible de mi abuelo pescando con su sombrero emplazado sobre la calva de su cabeza, bajo la cual surgían algunos cabellos blancos. Ya en ese entonces yo había aprendido a disfrutar de los dones de la naturaleza, a sentir el olor de la hierba y el perfume de las lavandas que mi abuelo ponía siempre en el ropero donde guardaba la ropa.
A mi abuelo le apasionaba el mate de bombilla y había elaborado uno grande y hermoso con una calabaza de su huerta casera, que cuando me los cebaba calentitos constituían para mí una delicia en aquellas frescas mañanas. Vivíamos durante ese tiempo en una zona de árboles autóctonos que nos proveían infinidad de frutas y leña seca y en el arroyo cristalino había todo tipo de peces que constituían parte de nuestro alimento.
Ya en esa época en el silencio del lugar se percibía a lo lejos el ruido de las motosierras. El ritmo de desmonte y la degradación forestal del área que vivíamos eran importantes, porque esa madera se la utilizaba como materia prima para una fábrica de celulosa que se había instalado hacía muy poco, aguas arriba y a la vera del arroyo. Lamentablemente se trataba de unos industriales obsesionados sólo por sacar rédito económico de su producción, sin ningún tipo de escrúpulo y respeto por el medio ambiente.
Le habían hecho al abuelo una oferta por su propiedad, pero éste se negó a venderla porque sabía que si bien podría cambiar sus hábitos de vida, nunca podría adaptarse a vivir alejado de ese clima y de ese entorno natural donde había transcurrido su existencia. Esas empresas para disminuir las inversiones habían contado con el apoyo de funcionarios corruptos, que los autorizaron a la deforestación de los bosques naturales y la deposición de sus efluentes al arroyo, permitiéndoles prescindir de las costosas y complicadas instalaciones que requerirían las plantas de tratamientos de los residuos.
Ha quedado grabado para siempre en mi memoria aquella fría mañana nublada cuando lo vi fruncir el ceño al abuelo y comencé a percibir un olor desagradable proveniente del arroyo. Yo con mis pocos conocimientos trataba de entender lo que pasaba, hasta que lo comprendí todo, cuando al llegar corriendo con el abuelo vimos sobre la arena del arroyo cientos de peces muertos, como si un espíritu maligno había pasado por allí. Durante un tiempo permanecimos impávidos y como paralizados contemplando aquel panorama desolador. Mi pequeño corazón palpitaba de angustia y al mirar a mi abuelo, por primera vez en mi vida me pareció pequeño y triste. Con la cabeza gacha se sentó sobre una enorme rama caída y permaneció un largo rato en silencio ante la imagen de esa catástrofe.
Ahora comprendo su abatimiento ante esos hechos de destrucción del hábitat natural, porque los hombres honrados y humildes como él, muchas veces se sienten débiles y desamparados ante el descontrol de esas industrias poderosas. Por su cuerpo recorría un escalofrío y se sentía débil, como si sus fuerzas lo hubiesen abandonado, como si su alma hubiese partido dejando sólo un cuerpo moribundo. Con tristeza, posiblemente se haya preguntado como sería el mundo futuro en el que viviría su nieto, si la humanidad no es conciente de todo el daño que esta provocando a la naturaleza.
De repente, en ese ruinoso panorama y como una  bendición del cielo apareció el sol entre las nubes y la tibieza de sus rayos que atravesaban como finas agujas blancas el follaje de los árboles, reanimó a mi abuelo al suministrarle calor a su cuerpo. Entonces, me explicó que con el avance de la técnica el hombre insensato estaba depredando el medio ambiente donde vive y que siempre debíamos luchar para detener esas acciones negligentes e injustas. Pero por suerte, muchas veces la misma naturaleza con mucho esfuerzo nos ayuda a repararlas, me sentenció luego, mientras me servía un sabroso mate que había comenzado a preparar bajo los cálidos rayos del sol.
Ese sería mi último día en la casa de mi abuelo, donde cenamos casi sin hablar rodeados de la melancolía de la despedida, entre los rumores de las sillas sobre el piso de baldosas y de los cubiertos en los platos.  A la mañana siguiente el abuelo me llevó con el sulky por el camino de tierra hacia el pueblo para tomar el autobús de regreso a la Ciudad y al despedirme con un beso, me dijo que iría a reclamar al Intendente por aquellos hechos de depredación. En ese momento percibí y admiré su permanente lucha, pero también comprendí su inmensa tristeza dado que no había nada más amargo para él que el sentimiento de impotencia ante aquellos corruptos depredadores.
Volví a retomar las clases en la escuela de la Ciudad en la que vivía con mi familia y el destino quiso que aquellas fueran mis últimas vacaciones allí. Al año siguiente los árboles, el arroyo y el viento permanecieron sordos, cuando el reloj sombrío que medía indiferente las últimas horas de mi abuelo se había parado para siempre. Y fue rápidamente que luego en los trámites de sucesión mi familia vendió la propiedad a los dueños de la fábrica vecina.
Mucho después, en ese azaroso devenir del tiempo me recibí de ingeniero agrónomo y los avatares de la vida me llevaron a trabajar por el mundo. Fue recién después de transcurridos más de cuarenta años, que un día la nostalgia me decidió a retornar en un largo viaje en automóvil a aquellos pagos de la casa de mi abuelo. El pueblo en el que me despedí todavía permanecía en pie, pero en medio de la miseria. Desde allí me dirigí a la zona que vivía a través del camino de tierra que habíamos hecho con el sulky. Ahora estaba abandonado y en muy mal estado, dado que seguramente lo habrían utilizado luego para el acceso de camiones a la planta industrial. Con angustia veía mientras me acercaba, como todo aquel paisaje de otrora se había transformado en un vasto yermo.
Ahora después de tanto tiempo era una región invadida por el desierto, con muchos troncos secos de árboles talados y al ver ese triste espectáculo el silencio proyectaba sobre mi alma intensos rayos de sombría desolación. Ya al caer la tarde llegué al lugar donde se emplazaba la casa de mi abuelo y aunque lo estaba viendo con mis propios ojos, no podía creerlo. Allí ya no quedaba nada. Ya no existían los árboles, los pájaros ni los peces, porque donde antes había vida ahora era una zona desértica. Sólo quedaban los restos dispersos de la casa de mi abuelo junto al arroyo que ahora estaba seco y se veían a lo lejos algunas estructuras de lo que había sido aquella industria ya abandonada.
Me senté en un tronco seco de un árbol caído y me quedé allí meditando en un verdadero ataque de depresión. No lograba dominar mis ideas dado que todo se disolvía en medio de mi angustia, mientras el corazón me latía con fuerza. Surgía ante mí con toda su crudeza la visión de aquel frío entorno, al que mi alma quería hallar calor con un fuego que nunca podía alcanzar. Con añoranza recordaba cuando había estado allí en aquel tiempo de mi niñez, en un tiempo que ya no era tiempo, cuando al caer el sol acariciaba el follaje de los árboles impregnando toda la vida a su paso.
Atisbé en mi alrededor tratando de encontrar por lo menos algún recuerdo de aquel ayer que había quedado olvidado del pasado. De pronto mi mirada advirtió a unos metros un pequeño montículo en la arena en aquel arroyo seco que ejerció sobre mí una fascinación y cuando me levanté para ir a examinarlo me parecía que nunca llegaba por la ansiedad que tenía. Allí estaba enterrado aquel mate grande de calabaza con que mi abuelo me había servido hasta el último día que estuve de vacaciones en su casa.
Cuando lo tomé en mis manos percibí con nostalgia como el viento me traía unos murmullos que se fueron convirtiendo en mi conciencia en aquella tierna voz de mi abuelo. Me decía que nunca desespere porque cuando todo parece terminado surgen nuevas fuerzas en la naturaleza y esto significa que la vida de alguna forma resucita. Fue allí que recordé aquel día de la depredación de los peces, con aquella aparición del sol que reanimó a mi abuelo.
De pronto, como si ocurriera algo mágico en el cielo, observé que el viento arrastraba unas nubes oscuras y comencé a percibir a lo lejos los agudos y secretos escalofríos de una tormenta que relampagueaban ante mis ojos. Y lo que al principio me pareció demasiado distante y que no se desplazaba, poco a poco lo que había estado lejano estuvo cada vez más cerca, hasta que comencé a percibir sobre mi cuerpo las primeras gotas de agua de lluvia que milagrosamente habían comenzado caer tratando de impregnar nuevamente de vida a aquel seco paisaje.
Entonces alcé la mirada hacia a arriba como queriendo agradecer con mi rostro a esas gotas, que provenían de aquellas nubes oscuras que cubrían el cielo y que habían invadido todo con su sombra. Cuando traté de incorporarme para irme a guarecerme en el coche de la intensa lluvia, fue entre esas mismas sombras que mis esperanzas se encendieron al observar un pequeño hilo de agua que empezó a deslizarse nuevamente por el arroyo. Y con aquel mate entre mis manos, me parecía como si ese hilo de agua fueran las lágrimas de mi abuelo, que mojaban dulcemente mis pies.



Mención de honor Categoría Narrativa. 
Certamen de Literatura Rafael J. Hernandez.
Pehuajó, Pcia de Buenos Aires, Argentina. 
Octubre 2016.

2 comentarios:

  1. Lamentablemente los intereses económicos están deteriorando velozmente la naturaleza

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  2. Muy hermoso, un premio merecido, que me llevo a mi infancia, gracias

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